Ayer. Solo para mi en realidad. Porque el tiempo no siente lo mismo. Él paso mas rápido.
Pero yo tengo mi ritmo. Me gusta decir Ayer. Porque cada vez que la recuerdo, esa distancia esta cerca, más cerca de lo que es.
Y la veo, me la acuerdo. Con los pliegues de la cara más relajados. Pero son los años. Y más que los años, la vida misma.
Entonces me traslado a esa tardecita. Cuando mamá nos dejó. Y la carita de la nona siempre sonriendo, aún ese día; ese día que debió ser trágico para ella y sin embargo, con palabras que aún escucho, me dijo: Me acompañas a la plaza a ver a Flupin? La manera en que la tomé de la mano, me robó las palabras.
Flupin era un viejo carismático, humilde; que todos los domingos, a partir de las 5 de la tarde, iba a la plaza de la vuelta de casa, con su diminuta mochila; mitad llena, mitad vacía. Y hacía de todo un poco, y solo para que la gente, en épocas tan confusas y llenas de frustración, humillación y miedos, tuviera insinginifcantes motivos para sonreir, para paliar tanta tristeza antes de irse a dormir. Y esas eran sus maneras de hacerlo, tan sencillas: magia, malabares, chistes y títeres.
Lo que a mi más me gustaba, eran las marionetas (y no era lo único). El día que se disponia a jugar con estos abióticos seres- que no era todos los días- iba casi como automáticamente sumándose gente al espectáculo formándose, como si estuviera escrito en algún lado, una ronda alrededor de Flupin, y entonces duraba hasta un poco mas tarde, porque Flupin no sentía tanto frío (ni toda esa gente, que tan fría tenia el alma), y hasta la noche se animaba a caer un poquito. Pero ya cuando los rayos del sol nos abandonaba, concluía.
En fin, lo que adoraba era esa forma en que las movía, las manejaba, las revivía. Eran tan reales, que siempre cada una de ellas respetaba esa personalidad que las distinguía.
Nunca lo vi sin su boina escocesa, su camisa a medio abrochar y algún recuerdo por fusionar con fantasías. Condimento que nunca olvidaba.
Y así pasábamos los domingos, en cada uno de los cuáles yo me preguntaba cuánto le habría costado al viejo Flupin encontrar la felicidad. Era tan curioso para mí, que con 50 y largos no haya sido padre. A veces todavía lo veo, en la misma plaza, pero ya no con títeres, ni con su mochila, sino con una botella mitad vacía, mitad llena. Quejándose, y con canas. Como si fuera lo que le sigue a los ancianos que no tienen tanto, que los hace a un lado por no ser funcionales a un patético sistema capitalista, que le quita al que menos tiene, y le rebalsa los bolsillos a los que nada les falta.
Recuerdo claramente cuando mamá tenia que salir por largo rato, la nona me llevaba al almacén de la esquina. Don Omar se llamaba el almacén del barrio. Qué íbamos a comprar no se si me importaba tanto como ese recorrido, de exactamente una cuadra.
Era yo tan menudita, que la abuela me alzaba y me colocaba en un cochecito que en uno de sus viajes, papá me había traído junto con una muñeca de porcelana; e íbamos las dos, tarareando alguna de las tantas canciones que de ella aprendí. “Aserrín aserrán, los maderos de San Juan; piden pan no les dan, piden queso les dan hueso…”.
Crecimos solas, y juntas porque cuando mamá nos dejó, papá no pudo soportarlo. Murió de un infarto al poco tiempo. Según los doctores fue un infarto al corazón por el alto colesterol, pero ellos no conocían a papa; yo sé que murió de un ataque al corazón, pero fue de tristeza. Porque no pudo soportar la soledad que lo invadía. Los profesionales a veces no entienden eso, hay motivos en la muerte que no se reducen solo a cuestiones fisiológicas, que no son razonables, hay muertes que son espirituales.
Mamá estaba llena de vida cuando se fue, y lo había mal acostumbrado a papá, porque lo amó tanto que vivió para él el tiempo que duró, y nunca le enseñó a estar solo. Entonces lógicamente, al no poder llenar ese vacío en su alma, terminó yéndose a donde ella.
Y de repente, yo ya tenía 12 años. A la abuela Pocha yo la recuerdo viuda ya. Aunque nos teníamos la una a la otra.
- Acordate siempre Lucila, que cómo vivas tus días, depende de vos. Elegí estar bien- me aconsejaba cada mañana Pocha.
- Gracias abue- respondía, con esa tierna voz que tienen los niños.
Y eran esas las pocas y a veces, malolientes palabras que cruzábamos temprano en la mañana. Siguiente yo iba a la escuela y ella a trabajar. Empecé a crecer, a conocer.
Y una mañana, sorprendida me levanté y ya no me hacía mas en la cama durante la noche (¿cuándo fue que crecí?, probablemente en un sueño sucedió), y entonces menstrué, y de repente la curiosidad (¿Por qué fue?, ¿hubo algo o simplemente pasó?). Que me toquen, que me quieran, que me mientan, o que simplemente me miren. Y encontrar, descubrir, que el hombre se reduce a miles de diferentes especies ansiosas de felicidad, pero repletas de frustración, odio, temor. En total decadencia.
Me considero afortunada. Pocha supo enseñarme a amarla. Sé que siempre hay cosas por descubrir, por vivir, que aprender.
Me enamoré mami.
Me enamoré casi a primera vista.
No nos hemos dirigido palabra alguna, tampoco creo que lo hagamos. Nos hablamos de un manera diferente: con gestos llenos de compromiso (compromiso mucho mayor al de una alianza de oro frente a un cura).
Me es callada pero no puedo dejar de sentirla: me llena de vida, me mantiene con la frente en alto, me alimenta el espíritu, me contiene y me renueva cuando me desgasto. Por supuesto hay veces que me revelo, y elijo la distancia, porque no entiendo; hay injusticias que para mi son inconcebibles. Entonces no quiero pensarla mas, ¿sabes mamá? Ni ver cómo la derrochan, la malgastan; no quiero vivirla ni seguir descubriéndola (y ésta última del miedo que da tantas veces seguir sabiendo…).
Es la VIDA, y su estratégico juego.
Que se gana así como se pierde, nunca se puede ser solamente un perdedor. Porque luego se comienza una nueva partida, pero con ganancias de la experiencia misma que ni el ser un perdedor te lo quita. ¿Entendes porque creo que nunca se puede ser un maldito perdedor? Esto, para los ambiciosos empedernidos, pobres. ¡Qué equivocados están!
Es tan triste vieja, cuando veo esa gente que camina sin sentir el golpe de sus pies (ni siquiera sus propios pies) contra las sublevadas veredas, ese tan golpeado asfalto, tan Argentino; tan evidente como las grietas que los partes y lastiman, como si se estuvieran desgarrando, como si nos gritaran lo poco que pueden seguir aguantando, que no les queda mucho más; pero entonces miro a los niños, llenos de esa romántica inocencia, y esa dosis de esperanza.
Ahora soy yo la que cuida de Pocha. Seguimos siendo compañeras, quizá cuando la vuelvas a ver, te sorprenda lo poco que envejeció, aparte de lo propio de la edad. Es el premio que recibió por haber amado tanto la vida má.
Ella dio la vuelta entera al tablero, respetando las reglas de juego que no siempre fueron justas; y está tranquila, aún sabiendo que ya no puede seguir jugando. Jugadora empedernida, excelente perdedora, como sé hubieras sido vos…
Su mente viajaba por terrenos inusuales. Quizá ese era su valioso secreto, amaba crear mundos paralelos que eran solo de ella.